(El servicio de blogs de ya.com ha caído y con él todos los blogs alojados en él. Mi antiguo blog estaba allí, así que quien acceda a este nuevo blog se ha quedado sin posibilidad de consultar los contenidos de aquél. A partir de ahora iré publicando aquí algunos contenidos de mi antiguo blog que he conseguido «rescatar» del caché de G**GLE. A continuación lo hago con un relato breve. Lo publico tal cual, sin cambiar nada, salvo la inclusión de unos enlaces finales. Fue publicado el 10 de enero de 2008 y tuvo 4 comentarios)
Me llaman Teseo, rey de Atenas. Yo no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi humildad lo quiera, no en vano fueron reyes mis padres y soy del propio linaje divino, como escribirán los vates de los siglos posteriores. La leyenda relatará mi justicia como monarca, mi desdicha como padre, mi valentía como héroe. Casi toda será verdadera, excepto en un punto: el Minotauro de Creta no murió por mi mano. Concedo que la causa del yerro sea la ignorancia. Cercana ya la hora de mi muerte, desearía narrar una historia: la mía propia. Pues es cierto que en la isla amada por Zeus nació un ser deforme, hijo de unión aberrante entre mujer y animal; no es menos cierto que el nacido no fue pasto del Hades, sino que se le crió apartado de la compañía de los seres humanos y que, desde su infancia, se le ocultó como vergüenza para los dioses. Pero la hermana del monstruo, Ariadna, que mal ejemplo tuvo en su madre, lo amaba profundamente.
Teseo llegó a Creta para liberar a mi querida Atenas de su horrible tributo: siete jóvenes machos y siete jóvenes hembras de ser humano, sacrificados anualmente en honor a la bestia. Ariadna ayudó a Teseo y le entregó un cordel en ovillo, para que encontrara el camino de regreso de la intrincada guarida donde la nefanda criatura moraba. Mas el propósito verdadero era que el animal descubriera la salida. Teseo encontró al Minotauro y se encomendó a los dioses para darle muerte:
-Ponzoña viva, fruto de una asquerosa relación, morirás y la gloria quedará conmigo. Te voy a atravesar con mi espada de bronce. Ya no serás ni una vaga sombra en el laberinto.
-Tu espada de bronce -respondió el Minotauro- no puede dañarme. Soy hijo de dioses, un dios yo mismo. Ni siquiera he de manchar mi cornamenta con tu sangre. Con sólo desearlo transferiré tu esencia vital a un lugar remoto…, un lugar de divinos toros celestiales: la morada de mis antepasados.
Nuestras miradas se cruzaron. Cayó el más débil sin apenas lucha alguna. Quedó su piel en el suelo, su espíritu voló a un lugar remoto.
Yo, Asterión, el Minotauro, siendo una divinidad como soy, hace ya muchos años que allí, en el laberinto, tomé la figura del joven que pretendía acabar mi vida con una espada, una vez vacié el espíritu de su cuerpo. El resto sí será bien escrito por los venideros: abandoné a Ariadna en Naxos, no desplegué velas blancas en mi navío, mi padre se arrojó al acantilado y murió, me convertí en un gran héroe y en un rey justo y bondadoso, mi hijo pereció por los designios de una diosa cruel. Y yo he de morir también, amado por mi pueblo.
A la autora de «Hilo de Ariadna»
Puedes conocer el mito original de forma visual aquí: 1ª. parte, 2ª. parte y 3ª. parte.